Trainspotting, 1996. |
Elige una receta de pan. Elige una clase de yoga. Elige una videollamada. Elige un curso online. Elige un libro grande que te cagas. Elige batidoras, kettlebells, serie de Netflix y un pijama de cuadritos. Elige otro tutorial, un concierto online y una web que te trae pimienta de 23 sabores a casa...
Hacer, hacer y volver a hacer, no dejar ni un minuto de nuestra vida sin rellenar porque ¿es lo que se espera de nosotros o es que tenemos miedo a dejarlo vacío, simplemente hueco? Los teléfonos se llenan de videollamadas que no te da tiempo -o ganas- coger, los directos de Instagram han conseguido que los viejos fantasmas del zapping vuelvan, reenviar noticias por Whatsapp de las que -con suerte- sólo lees el titular, engullir cualquier tipo de cultura y en cualquier formato como si se tratase un concurso de comer perritos calientes, responder a mensajes de personas que desaparecieron de tu vida hace años y ahora, como el genio de Aladín, se presentan de repente.
El confinamiento ha puesto sobre la mesa un dilema: la hiperactividad, el horror vacui del siglo XXI, el miedo a los espacios vacíos del que se hablaba en el Bárroco. Llenar cada minuto de tu vida para crear la sensación de que se está, irónicamente, viviendo y haberse creído que el carpe diem era una vida entre bizcochos de plátano, el binge-watching de series hasta atragantarse, colgar una videollamada para ponerte con otra, como si estuvieras en la centralita de Vodafone y saturarse de directos en las redes sociales, de toda índole, desde recetas a conciertos pasando por tertulias, clases de costura o tutoriales de maquillaje.
Y todo eso lo hemos llamado 'vida', simplemente por el hecho de no dejar de hacer cosas y demostrar que vivimos porque hacemos. Puede que, al final, el Renton de Trainspotting no estuviera tan desencaminado y sólo hayamos cambiado el tipo de droga.