domingo, 3 de mayo de 2020

La lección de Trainspotting (drug free) y el confinamiento

Trainspotting, 1996. 

Elige una receta de pan. Elige una clase de yoga. Elige una videollamada. Elige un curso online. Elige un libro grande que te cagas. Elige batidoras, kettlebells, serie de Netflix y un pijama de cuadritos. Elige otro tutorial, un concierto online y una web que te trae pimienta de 23 sabores a casa...



Hacer, hacer y volver a hacer, no dejar ni un minuto de nuestra vida sin rellenar porque ¿es lo que se espera de nosotros o es que tenemos miedo a dejarlo vacío, simplemente hueco? Los teléfonos se llenan de videollamadas que no te da tiempo -o ganas- coger, los directos de Instagram han conseguido que los viejos fantasmas del zapping vuelvan, reenviar noticias por Whatsapp de las que -con suerte- sólo lees el titular, engullir cualquier tipo de cultura y en cualquier formato como si se tratase un concurso de comer perritos calientes, responder a mensajes de personas que desaparecieron de tu vida hace años y ahora, como el genio de Aladín, se presentan de repente.

El confinamiento ha puesto sobre la mesa un dilema: la hiperactividad, el horror vacui del siglo XXI, el miedo a los espacios vacíos del que se hablaba en el Bárroco. Llenar cada minuto de tu vida para crear la sensación de que se está, irónicamente, viviendo y haberse creído que el carpe diem era una vida entre bizcochos de plátano, el binge-watching de series hasta atragantarse, colgar una videollamada para ponerte con otra, como si estuvieras en la centralita de Vodafone y saturarse de directos en las redes sociales, de toda índole, desde recetas a conciertos pasando por tertulias, clases de costura o tutoriales de maquillaje.

Y todo eso lo hemos llamado 'vida', simplemente por el hecho de no dejar de hacer cosas y demostrar que vivimos porque hacemos. Puede que, al final, el Renton de Trainspotting no estuviera tan desencaminado y sólo hayamos cambiado el tipo de droga.




sábado, 2 de mayo de 2020

La dignidad de la tercera edad no se contabiliza con el IPC

Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington), 1939. © Columbia Pictures

¿Pueden ser protagonistas el coronavirus, la tercera edad, la clase política y la subida de las pensiones de un mismo y trágico cuento moderno?

Herman Melville está de moda. A su Moby Dick lo parafrasea David López Canales en Vanity Fair, juntándolo con Donald Trump; y Sergio C. Fanjul retoma en elpaís.com el reivindicativo Preferiría no hacerlo que se convirtió en el leit motiv de Bartleby, el escribiente.

Aprovecho el guante para poner sobre la mesa otra obra de Melville, uno de los padres de la novela americana moderna pero también un gran cuentista, de aquella época en la que cuentista estaba librada como definición de los peyorativos significados modernos. Aquel Melville, en Yo y mi chimenea, acuñó los términos "el pudín del pobre y las migajas del rico", una representación bastante gráfica de que lo que para unos es nimio, para otros puede ser mucho.

Pues bien, el cuentista moderno, véase la clase política -de punta a punta del extremo, eso es inherente-, se sacude de vez en cuando la servilleta para, con sus miguitas, dar de comer a muchos pobres. Uno de esos pobres, colectivizado aunque esto no sea un koljós-y aunque alguno lo pretenda-, es la cacareada tercera edad, a la que todos se refieren como "nuestros mayores".

Esos mayores a los que llevan comprando legislaturas con los tímidos aumentos de pensiones y poniendo al señor IPC como protagonista. "Se revalorizarán por encima del IPC", suelen comentar, como si esas tres siglas dieran sentido a la dignidad de los ancianos, de los que se valen para renovar poltronas con esa sacudida de la servilleta.

La tragedia, cifrada en vidas humanas y cebada con las personas de más de 70 años, ha demostrado que las miguitas de las pensiones, convertidas en una suerte de limosna de las que dar gracias cuando llegan los aumentos, tan magros como el del 0,9% del pasado enero. Sin embargo, el coronavirus ha dado un puñetazo en la mesa, ha tirado del mantel y ha demostrado el menudeo que la alta política ha hecho con la gestión que implica a pensionistas y jubilados.

No necesitan ese 0,9%, necesitan la dignidad que da el llegar a un hospital y que en el triaje su edad sea un impedimento cuando la Covid19 está en el aire. Quieren que haya camas y respiradores disponibles en las UCIS para cuando eso pase. Quieren que sus residencias de mayores -fuertemente subcontratadas- no se conviertan en mataderos donde a la dignidad -no por los trabajadores, sino por los recursos- ni está ni se la espera.

Todo ello porque hay alguien, cómodamente sentado en su poltrona, que sigue pensando que al pueblo le basta con las migajas que ellos esparcen y de las que aún se sienten orgullosos e incluso hacen campaña con ellas.

jueves, 30 de abril de 2020

Hacen falta más Enemigos del pueblo...

Un enemigo del pueblo, 1978. © First Artists / Solar Productions

Si el dramaturgo noruego Henrik Ibsen, en un ejercicio de espiritismo y ouija, volviera a la vida, vería como en 140 años su obra Un enemigo del pueblo, tendría más vigencia que nunca.

Casi siglo y medio desde el estreno de esta obra de teatro, a la que no haré justicia pero que resumiré en pocas líneas: un médico (el doctor Thomas Stockmann) intenta alertar a su pueblo de que las aguas del balneario local, gran fuente de ingresos, contienen una peligrosa bacteria que amenazará la salud de todos los habitantes. Al médico denunciante, casi como es lógico, le desprecian por agorero, por no velar por el bien común y por catastrofista.

Como bonus track, se debe mencionar que su hermano Peter es el alcalde del pueblo, tensando su relación personal. Lógicamente, el doble mensaje político y la impopularidad de acabar con los ingresos del pueblo hacen que Peter no pueda aceptar el cierre. Al final -no sé si se puede considerar spoiler algo que se escribió hace casi siglo y medio-, el balneario cierra sus puertas. Aún así, el repudiado Thomas Stockmann tiene que escuchar a modo de corolario que tenía intereses económicos en el cierre.

Ahora cambiemos el tercio y vayamos a 2020; dejemos Noruega y bajemos a España, donde sustituimos la bacteria por un virus. Aquel virus que el 8M no se tomó en cuenta para celebrar varias manifestaciones multitudinarias; ni, 15 días antes, se impidió viajar a futboleros a Lombardía, a pesar de jugar el Atalanta-Milán a puerta cerrada; ni para cerrar campos de fútbol; ni para evitar que otros tantos futboleros se fueran a Liverpool para ver un partido el 12 de marzo; ni para limitar el transporte público, y mucho menos para instar a las empresas al teletrabajo.

España pasó de un 13 de marzo en libertad a un 14 de marzo confinada. Todo ello en la picota informativa y donde el doctor Fernando Simón, la persona que tuvo que hacer, al menos públicamente, de Enemigo del Pueblo, comentaba a 31 de enero que serían sólo unos pocos casos los que habría en España. El drama es que no sabemos si Simón sí era Thomas Stockmann y sus consejos caían en caso roto porque las autoridades creían que era un alarmista y un catastrofista; o, por el contrario, él mismo no creía que esto fuera para tanto. En ambos casos, cualquier juicio sería demoledor. 

Sea como fuere, el ciudadano medio, carente de la información que tienen los gobiernos, necesita que haya más Enemigos del Pueblo, capaces de mojarse, ser sinceros y veraces, dando la cara y asumiendo situaciones difíciles antes de que la marea nos esté arrastrando a todos. Necesitamos Enemigos del Pueblo que sean valientes, que suman la dureza de las condiciones pero antes de que ya estuviéramos confinados. Necesitamos Enemigos del Pueblo que prescindan de intereses electoralistas y estén pescando en río revuelto. Necesitamos Enemigos del Pueblo que se adelanten y que no sean políticos, sino estadistas. Los necesitamos, en plural, porque sabemos de la dureza de predicar en el desierto.

España necesita más Stockmann e Ibsen y menos Sánchez -y el resto de políticos- y Simones. O, al menos, necesitamos Enemigos del Pueblo con mayúsculas y no en minúsculas, que son más acordes para nuestra 'clase gobernante', que en situaciones mayúsculas se empequeñecen y se ciegan por el poder, el partido o sus colores, ignorando a los 47 millones de personas que esperan a otros Enemigos del Pueblo.

Por cierto, ahora que tenemos tiempo de sobra, podéis encontrar en muchas librerías online la obra o ir a la web de RTVE para ver la obra, grabada en el famoso Estudio 1. También, si os ponéis más cinéfilos, hay una versión de los años setenta protagonizada por Steve McQueen pero no la he podido encontrar

jueves, 23 de abril de 2020

El desafío Comunero y una historia mal vendida



Villalar de los Comuneros. ©destinocastillayleon
Siempre que llega el 23 de abril pienso que a los españoles, una vez más, nos falta marketing y nos sobra caínismo. Hace hoy 499 años, se acababa en Villalar (Valladolid) una utopía revolucionaria donde gentes del campo y de la ciudad, hartos de desmanes reales y de una nobleza avasalladora sobre sus vasallos, la aventura comunera. 

Dos años de guerra civil que nuestra Historia no ha sabido vender, o no tan bien como lo haría un francés, un italiano o un americano, y que, de haber salido bien, habría hecho que Carlos I (y Quinto de otros lares) hubiera tenido que someterse, de una forma u otra, al consejo ciudadano de las ciudades castellanas.

Sin embargo, aquella utopía personificada en Bravo, Padilla, Maldonado o María de Pacheco, topó con los intereses de otros españoles a las que las cosas no les iban del todo mal. Allí había mercaderes burgaleses que vendían lana en crudo para que Flandes la convirtiera en paño, o comerciantes sevillanos que abrían sus ojos al Nuevo Mundo, pensando que a aquellos locos de Tordesillas, Toledo, Segovia, Cuenca o, finalmente, Valladolid, no había que hacerles mucho caso.

Monumento a Juan Bravo en Segovia

Entre medias, la Castilla de los lanares, de los campos a los que cantó Machado, de los pequeños comerciantes, apostó a caballo perdedor con una quimera: la de someter al rey a unas cortes y pensar que la nobleza, por una vez, podría no velar por sus propios intereses. 

De ese caínismo no me extraña que hoy seamos herederos y cuanto menos me sorprende, incluso con actitudes como la de Gregorio Marañón, que calificaba a los comuneros como una caterva de reaccionarios que buscaban un retorno al feudalismo. Ya en el siglo XX, trabajos como el del francés -tiene guasa- Joseph Pérez en su obra 'Los Comuneros' deja claro que la revolución comunera no era una vuelta al pasado, sino unos ojos puestos hacia el futuro.

Y todo esto en los años 1520 y 1521, bastante lejos de cualquier acercamiento europeo a cualquier otro amago de revolución urbana. Sin embargo, la Historia fue cruel con el destino comunero y con su legado, ahora pisoteado por los continuos ataques a Castilla y lo castellano, que se ha deslegitimado en numerosas esferas políticas.

Ejecución de los comuneros de Castilla. Antonio Gisbert 1860

Desde la conquista de América a la toma de Granada, pasando por la Leyenda Negra o teniendo que vivir con comentarios contemporáneos sobre la opresión castellana (sic) en diversas zonas de la actual España. Lo castellano es denostado y sus tierras, en el pasado corazón de la península, hoy se deshabitan, sus pobladores envejecen sin remedio y aquellos campos y pastos, de trigo y merina, fueran la riqueza nacional, hoy se convierten en parameras.

Por eso, hoy reivindico Castilla y lo castellano con el orgullo de una herencia de gentes trabajadoras, nobles, revolucionarias y soñadoras que, con sus más y sus menos, han escrito, aún sin saberlo, las más gloriosas y épicas páginas de la Historia de España. La pena es que, como dice el cantar: desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar.


martes, 7 de abril de 2020

La Sanidad guiando al pueblo



Absténgase, señor político, de vestirse con la enseña nacional y deje paso a los que, sin tanto lustre, se enfundan en pijamas, batas, monos, pantalones, faldas y camisas, incluso aquellas de once varas, en las que los españoles de vez en cuando nos metemos. Pero cuando nos las quitamos, demostramos que no necesitamos palabras vacías ni gestos de cara a la galería, los españoles –que no España- no necesitan a una Marianne, ni esto es un lienzo heroico de Delacroix.

Aquí no hay ninguna alegoría y sólo hay realidades. La de aquella MIR de Tarragona a la que han llamado a filas, tras ningunear contratos, porque se necesita su trabajo. A aquel rider que está cruzando Madrid para llevar pan a su casa, aún a costa de llamar a decenas de timbres. A aquel matarife de Salamanca, del que Madrid nunca sabrá, pero que sigue levantándose a las 5 de la mañana para que, como por arte de magia, en los estantes todavía no falte un poco de cinta de lomo. O a esa militar, vilipendiada y mareada por aquellos que tratan a lo público como guiñoles, que un año apaga incendios, otro participa en desescombros y, cuando vuelve a hacer falta, se pone a desinfectar residencias.

Son muchos los anónimos, más que los ilustres, una vez más, los que dan la cara y redemuestran que los de abajo están muy por encima de los de arriba. Allí, donde las Mariannes políticas no llegan, entorchadas de rojo y gualda –o del color que prefieran- llegan los que se dan menos importancia, los conscientes del día a día y de que aún entre el sufrimiento, el dolor y la precariedad, siguen sacando vidas hacia delante. Unos lo hacen desde un box, otros lo hacen desde una humilde caja de supermercado, otros lo hacen conduciendo un autobús y muchos, miles, en silencio, les deben mucho desde sus casas.

Casas que van más allá de los aplausos de las 20:00, y gente que, como ellos, en silencio, consiente y resiste, no porque alguien entre micrófonos se lo pide –no se les puede dar ese gusto, la abnegación no es una virtud política- sino porque vivir es lo único que importa. Ellos, aún fieles a sus terrazas, saben que hay un ejército que desfila a diario y sin descanso por pasillos blancos, entre ruido de respiradores, estertores y donde a pesar de las injurias que la enfermedad y Cronos se cobran a cientos, aún luchan.

Ellos, los de blanco, son aquella Sanidad guiando al pueblo, a un pueblo que está con ellos desde sus trincheras. No importa la latitud y no importa la longitud, están en el mismo bando, en el de los buenos, en el de los que se enfrentan a la enfermedad y a la muerte y a la que siguen negando, aún sabiendo que el reloj siempre está en contra, su victoria. Ellos son esa colección de españoles ilustres, desconocidos pero ilustres, que hacen que en este país sea una afrenta gritar "¡Viva España!" cuando lo que se debería gritar –y no olvidar- es "¡Vivan los españoles!" porque de ellos es la gloria y el mérito, y porque son ellos los que hacen que esta suma de sus partes sea verdaderamente invencible.



jueves, 8 de enero de 2015

Mujeres, islamistas y viceversa.


              No comparto lo que dices pero defenderé el derecho a que lo digas. Voltaire



            Llevamos poco más de una semana de 2015 y ya ha habido temas sobre los que todo el mundo se ha pronunciado o al menos lo debería haber hecho.
En este país nos interesa mucho hablar de libertades individuales y de derechos, en este caso, el tema Pedroche ha sido el comienzo ideal del año. Unos defienden que es libre de vestir como quiera (cosa totalmente cierta).

Otros que su forma de vestir no influye en su profesionalidad ni tampoco ha sido impuesta por nadie (aquí ya a algunos les chirría que la gente opine así).
Pero mientras os quedáis en debates estériles sobre los derechos a expresarte libremente, cuando no os termináis de dar cuenta de que si algo podemos por suerte disfrutar, es del derecho a decir lo que queramos sin que pase nada por ello.

Ese derecho que muchos creen más que arraigado, a veces parece que sospechan que dicha libertad sólo vale cuando lo que dicen ellos es lo mismo que opina uno mismo. 

Y es por eso que más de uno, de dos, o todos aquellos que se enervan por el vestido de la Pedroche, deberían tener la decencia de ver noticias relacionadas con el tiroteo de ayer contra Charlie Hebdo, en París.

Porque ahí, es donde de verdad la libertad de expresión está cobrando sentido, donde un grupo de personas simplemente por expresar sus opiniones han encontrado la muerte. 

 Y obviamente, ni mucho menos a ser asesinados por semejantes opiniones. Así que sólo un consejo (opinando claramente), cuando ejerzáis vuestro derecho a opinar, en cualquier tema, por trivial que sea, recordad que no es ni el único punto de vista, ni una verdad absoluta, ni mucho menos un motivo de enfrentamiento.
          Feliz 2015

PD: La frase de Voltaire, también vino de Paris.

martes, 9 de septiembre de 2014

A dedo mata, a dedo muere

Ya está confirmado, Ana Botella no será candidata del Partido Popular a la alcaldía de Madrid en 2015. Parece lógico, su mandato no ha estado precisamente plagado de éxitos. Las mayores aspiraciones para relanzar la ciudad en el plano internacional han caído en saco roto y el hastío de algunos madrileños con los recortes se ha hecho patente (transportes públicos o basuras por ejemplo). Aunque quizás Ana Botella haya recortado parte de esa deuda que acucia a la capital. Las cuentas estarán disponibles en breve.

Ana Botella durante la rueda de prensa hoy


Pero su renuncia no deja lugar a dudas, la dedocracia cumple perfectamente su función. Aunque su decisión en teoría haya sido personal, renunciando a presentarse a las elecciones, queda claro que quizás ella haya decidido saltar al precipicio político porque había gente detrás empujándola. Y es que es muy difícil repetir en unas elecciones cuando se ha entrado por la puerta de atrás y con la pesada losa de ser elegida por el aparato del partido. Nada nuevo en la política española, pero para estar en la primera línea de combate, es aún más complicado ocultar esa realidad.

De esta manera, Ana Botella deja temporalmente la política como llegó, desde el backstage que el público y el electorado no ve. Algo menos de cuatro de años de mandato con más sombras que luces en las que su mérito político ha quedado completamente eclipsado por algunos momentos realmente deshonrosos. Dicho esto, el Partido Popular parece que aunque despacio, toma ciertos apuntes del sentir popular (valga la curiosa antítesis) y decide apear del carro a una persona que no ha sido elegida directamente, y es que, para el PP es preciso cuanto antes salvar el puesto de la alcaldía que a la alcaldesa. Una persona con unos índices de popularidad que han ido bajando desde su nombramiento y que en la actual situación, pueden ser más un lastre para el partido que un valor al alza. Un lastre que además ha tenido la poca decencia de anunciar su no candidatura sin admitir preguntas de la prensa. Sólo queda para los madrileños pensar los 8 meses que le quedan a la alcaldesa.

Así es la dedocracia, siempre será una puerta trasera, giratoria, pero trasera. Ahora para el Partido Popular sólo queda esperar que esta decisión no suponga un desaire para el matrimonio Aznar-Botella y que el expresidente y la futura exalcaldesa decidan abstenerse de hacer campaña, o incluso, hagan campaña sin querer a favor de los rivales. Y lo que es más importante, que Botella no se presente a las elecciones no significa que el PP sepa quién será el candidato, sólo descarta una opción. Parece que ningún partido confía en un nombre para sentarse en Cibeles a 8 meses de las elecciones, quizás sea más miedo a sentarse en el Palacio de Correos que a cualquier otra cosa.